… observen una hoja de
árbol, con sus caprichosas nervaduras, sus tonalidades que la sombra y el sol
varían, la tumefacción levantada por la caída de una gota de lluvia, la
picadura que ha dejado un insecto, la huella argentada del pequeño caracol, el
primer tinte de oro mortal que marca el otoño, y busquen una hoja exactamente
igual en los bosques más grandes de la tierra toda…
Marcel Schwob. Vidas Imaginarias
Por Ernesto Montero Acuña
Bajo la elevada estructura del
Kurhotel Escambray se detiene cada tarde un vehículo, siempre parecido o el mismo
tal vez, y comienzan a descender los viajeros, apremiados por el ajetreo
compartido entre quienes tratan de adecuarse a la novedad de lo inesperado.
Aunque se propongan adaptarse a
la circunstancia inédita, lo cierto es que el estrés puede acentuarse en las
primeras horas, aunque luego descienda.
En tardes brumosas o soleadas, los
arribantes se enfrentan al enorme y antiguo sanatorio antituberculoso con un
asombro que tal vez impediría la comprensión de cómo se lo edificó en este
paraje entonces aislado -diríase que inhóspito- a 365 kilómetros de La Habana.
Sobre todo, puede preguntarse uno
qué sentido tendría en sus orígenes la obra monumental en este entorno. La
construcción admirable debería tener otra explicación, un origen distinto, un
fundamento verdaderamente humano, como ahora.
Se trata de un hecho cultural en el
que se funden historia y naturaleza para arrojar un producto distinto, ni
natural ni histórico, sino genuina creación artística en muchos sentidos. No es
extraño que sorprendan a tantos visitantes las obras arquitectónicas, la
naturaleza reconstruida, el arte en sus galerías, el clima.
En el que otrora fue refugio de
inmigrantes haitianos, a veces uno recuerda, por su magnitud, a Sans Soucí, el
Versalles caribeño, portentoso, destinado a la posteridad y escenario del suicidio de Enrique I (Henri Christophe) el 8 de octubre de 1820, dicen que mediante el lujo insólito de una bala de plata.
Tras él, su sucesor, hijo y heredero, Jacques-Victor
Henry, primer Príncipe de Haití, lo siguió como consecuencia de los bayonetazos
recibidos, hasta su muerte, el 18 de octubre de 1820, a diez días del inicio de
su orfandad.
Un gran terremoto destruyó en 1842 una parte
considerable del palacio, nunca reconstruido, y devastó la cercana ciudad de Cabo
Haitiano, tan vinculada a José Martí y, por tanto, a Cuba. Aquella historia tuvo también su reflejó y su continuidad en el
desarrollo cafetalero de estos lares desde principios del siglo XIX. La
historia y las culturas, como las realidades caribeñas, se entretejen.
Mas la gran obra de Topes de
Collantes no ha sido carcomida por el
tiempo ni por su paradójica extemporaneidad, al adquirir luego un
verdadero sentido humanitario. Competir en riquezas individualizadas para
trasladarlas al más allá como si fueran necesarias para el viaje interminable,
es como repetir el camino fracasado de los faraones.
Algo de esto se intuye luego del
fatigoso ascenso hasta la plazoleta del reloj de sol, frente al edificio
comparado en décadas atrás con el
“esqueleto de un gigantesco dinosaurio” o con “el Escorial de Batista”,
tal vez un símil más certero. Todas las semanas, recibe a numerosos pacientes.
No se alberga duda de que sus
fundadores fueron beneficiarios, no benefactores, por aquello de que puede ostentar la condición
ambivalente de servir para buenos fines y de haberse promovido por un dictador
que fue máximo responsable de grandes y graves daños en Cuba.
Por estos senderos suelen andar
los razonamientos, a veces más que por los acogedores de Topes de Collantes.
En su apartada floresta, el
visitante se envuelve en el entorno susurrante, aunque algún transporte
interrumpa el silencio natural. Pero en este medio arropado por el clima y por
los árboles, toda contingencia disonante es amortiguada de inmediato.
Así, muchos arriban a este edén
caribeño, con dolencias que requieren atención, terapias, cuidados. El ajetreo
cotidiano y las rutinas que los esperan dejan su saldo. También numerosos
extranjeros practican el senderismo, disfrutan instalaciones, se reconfortan
con la naturaleza.
Puede
asegurarse, al contrario de la expresión definitiva de Dante Alighieri en su
Infierno, de la Divina Comedia, que en Topes de Collantes estaría bien
inscribir: Guardad toda esperanza.
Sin que se recuperen los pulmones
como se prometía hace décadas, su clima y la adecuada atención sanatorial restauran
ante cualquier dolencia. No posee la fuente de la eterna juventud, pero renueva.
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