Por
Ernesto Montero Acuña
Un cantor
doméstico de tonadas guajiras, en las noches solía
lanzar al viento, a la luz del candil, los versos que inmortalizan a la mulata camagüeyana Dolores
Rondón, una décima que ilustra ejemplarmente acerca de la supremacía que se atribuye a los valores
morales sobre los bienes o los disfrutes materiales.
Desgranaba
el hombre durante horas sus estrofas, entre las cuales incluía la novela en
versos de Camilo y Estrellita, creada por el no tan repentista Chanito Isidrón;
las tres décimas de Nicolás Guillén pertenecientes a la Elegía camagüeyana y la
sin dudas moralizante del epitafio a la Rondón.
Así
que el asunto viene a formar parte de algo más trascendente que una simple
leyenda acerca de una mulata bella, que, en su vejez, muere de tisis o de
alguna epidemia local y comienza a yacer en el “camposanto”, como se solía
identificar con más frecuencia al cementerio situado casi en Cielo y Carretera, un área hoy
muy céntrica en Camagüey.
Se asegura que
este cementerio, bendecido y abierto al público el 3 de mayo de 1814, es el
más antiguo en funcionamiento en Cuba, fue escenario del incineramiento parcial de Ignacio Agramonte, a quien depositaron luego en una fosa común, y lugar
que acompaña desde antaño algunas leyendas como la de la mulata más recordada
en la historia de la ciudad.
Mas,
¿existió realmente aquella émula camagüeyana de Cecilia Valdés? El epitafio
está ahí, en un área muy visible, cuasi aristocrática en otros tiempos, del
cementerio de la Plaza del Cristo; y, se quiera o no, tuvo un autor y está
dedicado a alguien que allí tuvo que yacer. ¿Qué pudo inspirar al autor? La
conseja es evidente, pues deriva claramente de la letra del poema.
¿No
dice acaso el texto: “Aquí Dolores Rondón/finalizó su carrera”? Si nos atenemos
a un aleccionador proverbio británico o inglés, vaya usted a saber con esto de
las precisiones, lo más demostrativo de que el budín existe -pudín decimos
nosotros- es que se puede comer. En el caso nada vulgar de los versos, lo
evidentemente explícito es que están dedicados a una mujer con ese nombre o mediante
él identificada.
Entonces,
¿qué es lo dubitable? Tal vez que no se llamara así, digo, ateniéndome a la
larga y prolija explicación aparecida en la página web de la Oficina del
Historiador de Camagüey. Una pregunta más: ¿Tenía algún sentido ocultar el
nombre verdadero bajo un pseudónimo, cuando la décima parece haber sido
depositada encima de una tumba o fosa común específica y no en cualquier sitio
del cementerio?
No parece razonable.
En
cuanto al autor, se observa una mayor aceptación acerca de su existencia. La
creación se le atribuye a “un barbero con aficiones poéticas” nombrado Agustín
de Moya. Acerca de este se asegura que “existe constancia” de alguien con sus
características, un barbero cuya “vocación literaria era proverbial”, al que se
considera “aficionado tanto a improvisar décimas populares como a escribir con
el lenguaje culto que era del gusto en la época”, por lo que adicionalmente se
afirma que “no debía ser muy mediocre su talento”, pues “cultivaba la amistad
de relevantes intelectuales de la ciudad”.
Ya tenemos los versos sobre una tumba identificada
como la de Dolores Rondón y a un presunto autor, aunque este no haya divulgado
nunca que fueran suyos. No sería el primer caso similar en la historia de la
literatura universal ni presumiblemente será el último, intencionado o por
accidentes de la vida. ¿Sería tímido, modesto, sencillo, discreto,
caballeroso…? En fin, pudo no desear que trascendiera su autoría. ¿Sería entonces
casado tal vez? No divago. Solamente presumo.
Lo cierto es que desde la más antigua
referencia escrita acerca del hecho y de la obra, aparecida en “una gacetilla del periódico ‘La Luz’
del 3 de febrero de 1881”, se le atribuye la autoría. Por lo demás, según
la web citada, “su barbería ‘La Filomena’, situada en la calle
Jesús María –hoy Padre Valencia– era refugio habitual de poetas y trovadores”.
La ubicación
de la barbería, aunque no se disponga del número exacto, no debió distar mucho
del camposanto camagüeyano, al cual se puede llegar directamente, doblando por
Bembeta, hasta la Plaza del Cristo. Un dato no determinante, pero con relativa
importancia práctica. Aunque otras versiones han situado la barbería más
próxima aún del cementerio, hacia las calles Hospital u Honda, tal vez, según
añejas referencias, que ni refrendo ni refuto.
A favor de
esto se tiene en cuenta que, si bien “no se han podido comprobar: ni su
condición de hija natural del comerciante español Vicente Rams –personaje, este
sí, estrictamente histórico- ni su residencia en el barrio popular de Hospital
entre San Luis Beltrán y Cristo, (y) mucho menos su fallecimiento en el
Hospital de Mujeres durante una epidemia en 1863”, ocurre que este “supuesto
personaje histórico” no “se ha evaporado”, ni ha dejado “su lugar a una sombra
folletinesca”.
Por hijo natural se asumía al ilegítimo o
de padre y madre conocidos. Pero no unidos legalmente en matrimonio.
Bastaría preguntarse:
¿cuántos padres de hijos naturales han reconocido la existencia de estos en
comparación con los que la han negado hasta en artículo mortis? Tal vez no pueda verificarse la paternidad de
Vicente Rams. A lo mejor se comete una injusticia atroz contra su memoria al
suponerlo. Pero, ¿por qué se le atribuyó la progenitura entre los principeños
que nos antecedieron? En todo caso, son aquellos los promotores de la
injusticia que hubiera. Mas, lo cierto es que se ha verificado la existencia
real de un posible progenitor y de, al menos, un presunto poeta enamorado.
¿Qué falta?
Un cadáver con certificado de defunción e inscripción de nacimiento. Ambos
datos parecen de imposible consecución. ¿Por qué? Por lo mismo que se asegura:
“una mujer, posiblemente hija natural de un hombre acaudalado, bella y
orgullosa, rechaza el amor de un barbero y se casa con un militar español, (y)
al cabo de varios años, viuda y empobrecida, regresa de incógnito a la ciudad,
donde muere durante una epidemia y va a parar a la fosa común”. Primero, en la
fosa común no se identifica a los cadáveres. Segundo, ¿se puede hablar de
inscripción en este caso? Más bien debió suceder lo contrario.
Continúo remitiéndome
a la explicación de la OHC: “En el caso que nos ocupa, no resulta demasiado
infundada la sospecha de que el relato legendario no es sino una adición al
texto del epitafio, para explicar su autoría y sentido. La belleza de esa
décima, su afortunada síntesis expresiva y su mensaje moral, que evidencia la
influencia de muchos tópicos de la literatura clásica española: la brevedad de
la vida, lo efímero de las pompas y vanidades, el premio o castigo póstumo por
las acciones realizadas en vida, quedaron realzados por el uso de una forma
estrófica muy popular y fácil de memorizar por el pueblo”.
Todo está
muy bien. Pero se omite algo fundamental: la décima-epitafio está dedicada,
insisto, a alguien que se nombró, sin duda, Dolores Rondón. Así lo afirma el poeta.
El análisis
citado añade: “Si bien el texto aparecía sobre la fosa y, deteriorado por la
acción de los elementos, se restauraba periódicamente, la gente pronto lo
aprendió de memoria y se encargó de llenar dos lagunas de sentido que en él
encontraban: ¿quién era el autor de los versos? ¿qué sucesos los habían
motivado? Al parecer, la primera interrogante fue más fácil de responder en una
ciudad tan pequeña, donde los versificadores aceptables no eran demasiados, (y)
la segunda quizá fue más compleja, tal vez por la discreción del barbero o
porque la Dolores Rondón aludida sólo tenía relieve para los implicados en
aquellos sucesos sentimentales, fuera de eso –como hubieran dicho los patricios
de la época- ella era ‘nadie’”. Así de simple, ¿nadie? Más bien, esto podría
ser lo que origine la presunta “inexistencia” actual.
Me extenderé
algo más, para eludir digresiones: “La voluntad oficial de perpetuar el
epitafio, frente al riesgo de que se olvidara, muchos años después de
desaparecido su posible (¿?) autor, contribuyó en mucho a mantener viva la
leyenda. En 1935, por iniciativa del alcalde de facto Pedro García Agrenot, se
construyó un túmulo en el que está grabado el texto. Para hacerlo todo más
legendario, el túmulo y la cruz que lo remata fueron construidos por Pascual
Rey Calatrava, quien había sido “quinto” en el ejército español, antes de pasar
a las filas mambisas, (y) según la tradición a él le tocó fabricar el sarcófago
en que fueron inhumados los restos de Martí después de su caída en Dos Ríos.
“De manera
arbitraria, lo emplazaron, no cerca del sitio donde debió estar originalmente,
sino delante del panteón de la familia Agramonte y muy cerca de la bóveda de
los Marqueses de Santa Ana y Santa María, tal vez para darle más relieve dentro
del entramado de la necrópolis. Otra ironía del destino: después de morir en la
indigencia y ser enterrada en fosa común, el epitafio de Dolores Rondón iba a
ubicarse en la zona más aristocrática del cementerio, entre las familias que
ella hubiera querido frecuentar en vida.
“Aunque sus
restos están, al parecer, definitivamente perdidos, como corresponde a un
personaje de leyenda, es común observar ante el túmulo flores frescas o
artificiales. La piedad popular se identifica y compadece todavía de esta
nebulosa mujer", en la que se encarnaban "las tragedias más comunes de la vida
cotidiana: la paternidad no reconocida, la belleza corporal como moneda de
cambio, el enfrentamiento cotidiano entre amor y pragmatismo y lo cambiante de
la fortuna humana.”
Algunas
precisiones que considero necesarias: 1) el autor no era “posible”, sino
absolutamente real: lo demuestra la existencia del epitafio; 2) no está probado que el texto estuviera
originalmente en un lugar menos notable antes y de mayor relieve luego, se dice
que “tal vez”; y 3) ¿por qué un personaje de leyenda? Se trata más bien de un
personaje cuya identificación no ha sido definitivamente establecida. Pero
sobre cuya existencia se reconocen más elementos reales que presumibles, aunque
los hechos hayan sido enriquecidos por la tradición. Mas, esto no los niega,
como demuestran los versos:
Aquí Dolores Rondón/finalizó su carrera/
ven mortal y considera/
las grandezas cuales son/
el orgullo y presunción/
la opulencia y el poder,/
todo llega a fenecer,/
pues sólo se inmortaliza/
el mal que se economiza/
y el bien que se pueda hacer.
Por mi
parte, no solo suscribo la moraleja, a mi juicio ejemplarizante, sino que asumo
como cierta la tradición de que Dolores Rondón fue un personaje real, de carne y
hueso, en quien concurrieron “grandezas”, “orgullo”, “presunción”, “opulencia”
y “poder”, quizás potenciados por el amante rechazado, pero también muy
posibles en la bella mulata, según otros ingredientes aún no referidos y que no
aparecen en el texto antes citado.
Se narra en
otra crónica que “la poesía apareció hacia 1883. Estaba escrita con letras
negras en una pequeña pieza de cedro pintada de blanco. Una estaca de madera
dura la fijaba en la tierra de una tumba. Durante años, cada vez que la
tablilla se deterioraba manos anónimas la restauraban. Así pasó medio siglo”.
Se reitera,
además, “que Dolores Rondón era una bella criolla, con gracia y picardía, muy
alegre, que llegó a ser orgullo del barrio donde vivía, (y) algunos aseguraron
que era hija de un catalán, propietario de una tienda mixta, y una mulata
criolla”.
Se añade,
para concluir, que “cerca de la casa de Dolores había una barbería que tenía
por dueño a un joven mulato, que además de barbero era un polifacético buscador
de vidas, nombrado Francisco Juan de Molla y Escobar, quien estaba locamente
enamorado de la joven, la que a cambio le prodigó todo tipo de desplantes,
desprecios y repulsas”, lo que pudo merecer, digo yo, los calificativos de grandeza, orgullo,
presunción y poder, sobre todo por alguien despechado.
Con respecto
a Dolores Rondón prefiero concluir con el chiste de “yo no creo en las brujas,
pero de que existen, existen”. Antes que “nadie”, Dolores Rondón fue “alguien”,
aunque la leyenda haya opacado las luces y enriquecido las sombras de su imagen.
No creo que
la sociedad camagüeyana de su época fuera muy dada a reconocer o a admitir la
distinción e, incluso, la existencia de una mulata voluptuosa y voluble, tal
vez, que para colmo murió virtualmente sin identidad reconocida, aunque sí reconocible
para quien la considerara significativa; y que fue depositada en una fosa
común, sin que la pudiera localizar otro que no fuera aquel a quien le
importaba, el poeta de los versos ejemplarizantes.
En este
segundo texto, de http://www.pprincipe.cult.cu/,
se admite que “los historiadores han encontrado la existencia real de una
parda, María Dolores Aguilera, hija natural, por lo que también aparece como
Dolores Rondón. Nació en 1811. Murió de tisis en 1863, soltera y sin
descendencia”. Y se asegura finalmente que “fue enterrada de limosna”.
Presumo que
esta referencia es la que más puntos tiene a su favor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario