Nicolás Guillén en la Gran Muralla China. |
Por Ernesto Montero Acuña
Cuando partía de Bucarest hacia Beijing, vía Moscú, Nicolás Guillén tuvo la feliz idea de comparar de un modo ingenioso a las bucarestinas con las cubanas, al decir que allí abunda la cálida belleza meridional que hace volver el rostro en la calle.
Añadía el Poeta Nacional de Cuba que ello podía ocurrir “como si estuviéramos” en la céntrica esquina habanera de Galiano y San Rafael, aunque pudiera haberse referido igualmente a otras numerosas confluencias en ciudades y poblados de su país.
También es posible que por aquellos meses finales de 1959, cuando escribió su crónica Carta de Pekín, publicada en el periódico Hoy el 18 de octubre, abundaran más las bellas, en cantidad, en la céntrica convergencia de las dos populosas vías, en la capital cubana.
Si bien cualquier villa de Cuba tiene en común con las de Rumanía el carácter latino y la geografía sureña, el tema va más allá de una digresión sobre semejanzas y diferencias entre rumanas y cubanas, pues el asunto viene a cuento en cuanto a la valoración del poeta acerca de la mujer.
Cuando se trata a fondo la situación femenina en el mundo, con sólidos y justos discursos de estadistas y apelaciones papales de Francisco, es obligado mostrar la visión poética de Nicolás Guillén, sobre todo por oportuna.
No puede pensarse que dedicara en su obra más numerosas y sentidas letras a la mujer por su atractivo que por su condición de socialmente igual. En este último sentido existen muchos más ejemplos que sobre la muy humana y normal atracción física, sin la cual no sobreviviría la especie.
En su poética se cuenta con las composiciones recopiladas en Poesías de amor (1933-1971) y a lo largo de este título no se encuentran la sexualidad desaforada, ni el erotismo al uso durante el neo romanticismo en boga en parte de aquella época.
Sus alusiones a lo que pudiera identificarse como pasional son tenues, escritas más como quien alude que como quien seduce.
Tampoco ha sido extraño, en sentido contrario, que haya existido quien le reprochara al poeta no haberle dedicado más espacio en su copiosa obra política y social a la poesía amorosa, aunque a ello aportó versos magistrales.
Obra de la escultora camagüeyana Marta Jiménez. |
O mejor aún, otros versos de su Poema de amor: “No. Lo ignoro./ Desconozco todo el tiempo que anduve/ sin encontrarla nuevamente./ ¿Tal vez un siglo? Acaso./ Acaso un poco menos: noventa y nueve años./ ¿O un mes? Pudiera ser. En cualquier forma/ un tiempo enorme, enorme, enorme.”
En fin, aludía a como es el tiempo de los enamorados, siempre tan escaso, pero dicho sin cursilería.
Podría citarse otros poemas, pero es preferible ceñirse a un ejemplo notorio, el inicio de En algún sitio de la primavera (Elegía): “Te lo dije. / Siempre te lo decía,/ porque no fue cosa de una vez./ Ten cuidado, no jures/ que me amarás hasta la muerte,/ mira que el amor es cosa seria,/ si te quedas viva/ ¡qué risa la que va a darnos a los dos/ lo que debiera ser un gran dolor!// Así fue./ Ahora me río hasta las lágrimas/ Fíjate bien. He dicho lágrimas”.
Son solo algunos versos, aunque resta un poema por citar, el de origen muy personal titulado Rosa tú, melancólica, que escribió para su esposa Rosa Portillo, cuando él se encontraba en Caracas y ella en La Habana: “El alma vuela y vuela/ buscándote a lo lejos,/ Rosa tú, melancólica/ rosa de mi recuerdo.”
En carta fechada en la capital venezolana el 28 de febrero de 1946 le preguntaba: “¿Vió el poema que le escribí? Es muy honesto y muy sentido“. Guillén lo publicaría luego en El son entero (1947), mucho antes de que apareciera su volumen de Poemas de amor.
Mas, en su poesía también existen los versos a Pasionaria (la Dolores de España), a la luchadora Ángela Davis (a quien había que cambiarle “los muros que alzó el odio por claros muros de aire”), a la pintora cubana Amelia Peláez (que “es como un mundo submarino”), a María Teresa León (poetisa, intelectual española y esposa de Rafael Alberti) y a muchas otras a lo largo y hondo de su obra.
Por las páginas de Prosa de prisa desfilan Rafaela Chacón Nardi, “la gran voz” que entonces despertaba; Rosa la Bayamesa, “cuyo recuerdo en ruinas urge reconstruir”; Josephin Baker, la negra universal a la que el Hotel Nacional le negó hospedaje por su color; Luz Gil, la que mucho significó en el teatro cubano; Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien “sin duda sentía profundo afecto por la isla en que nació”; y Rita Montaner, considerada la Única.
Se trata de una relación inevitablemente inconclusa, aunque también es cierto que durante la mayor parte de la vida de Nicolás Guillén la mujer en Cuba no tuvo el protagonismo generalizado de hoy e, incluso, que era asimismo más preterida en otra gran porción del mundo.
Pero siempre hubo ocasión para que el poeta fijara sus ojos en aquellas que, sensuales o no, se hicieron famosas, como Rosa la Bayamesa, de apellido Castellanos, por “su habilidad y ciencia para curar a los cubanos heridos o enfermos” en la Guerra de 1895 por la independencia de Cuba o por las de otras en venideras misiones necesarias.
Por esto escribir de ellas, como de Rosas, nunca es extemporáneo.
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